La historia chiapaneca sui generis se repite en círculos cada vez más pequeños. Los chiapanecos que somos muy dados a la fobia de los que no son chiapanecos, o que al menos, los bucólicos periodistas han intentado imbuir en sus lectores esa xenofobia, son presas de una pasión que comienza en el siglo XIX, cuando cualquier persona impuesta desde el centro de país, podía venir a gobernar Chiapas, o más bien, venia a representar la extensión del poder que se ejercía desde la capital mexicana. Ese es el génesis de las voces airadas que van desde fuereño hasta, ¡ese no es de acá, que se regrese a su tierra!
Durante el siglo XIX a nuestra entidad llegaron varios gobernadores de Oaxaca e incluso hubo uno de origen cubano, Gerónimo Cardona, que hicieron de Chiapas una pieza del ajedrez nacional cuyo efecto de aceptación y sumisión hemos heredado como rasgo de nuestra idiosincrasia. Somos como tropilla vacuna, rumiante, incapaz de expresar abiertamente nuestro respaldo a lo que nos convence, o lo contrario. Preferimos voltear a ver quien nos observa y callar si la “conveniencia lo dicta” y fanfarronear nuestra “dignidad” en el anonimato.
Emilio Rabasa que 1892 cambió la residencia de poderes, por sentirse rechazado por los alzados coletos, y que impuso su venia para gobernar en Chiapas durante dos décadas, hasta 1911, no fue capaz de impulsar acciones que brindaran certeza a los más pobres de Chiapas. Con todo el poder que fue capaz de acumular por el aprecio que le brindaba el dictador Porfirio Díaz, prefirió que los oaxaqueños hicieran de Chiapas su nicho de negocios y llevaran a cabo gobiernos estatales y municipales arbitrarios y desprovistos de sentimientos de culpa por sus crasos errores. Al fin, ésta no era su casa. Es decir, que alguien de Oaxaca nos gobernara en sí no era malo. Lo malo es que muchos de estos oaxaqueños, eran malos en su tierra, por eso los sacaban de allá (era una época en la que la paz monolítica debía privar, para evitar la paz de los sepulcros) y como purgatorio, nos los imponían en Chiapas bajo la aceptación de Emilio Rabasa.
Esta concesión a los oaxaqueños tenía como obvia intención halagar al presidente Díaz y consolidar en la entraña del chiapaneco el sentimiento de sumisión y de complicidad de los chiapanecos beneficiados de este poder, que aún estando en contra de él o sus arbitrariedades, preferían callar en lugar de expresar su juicio y exponerse a perder sus prebendas. Y en el caso de los ciudadanos, del chiapaneco promedio, se acendró su derecho a callar y blasfemar musitando.
Luego en pleno proceso revolucionario, enviado por el futuro constitucionalista Venustiano Carranza, llega a Chiapas Jesús Agustín Castro (1911), con la manda de transmitir el espíritu de la lucha revolucionaria y este bragado y bravo militar, impuso el 13 de octubre del mismo año, la ley de obrero que despertó los peores sentimientos de ricos terratenientes chiapanecos.
Esta ley desaparecía la deuda de trabajadores que, engañados, estaban encarcelados de por vida a las haciendas, sin derechos, habitando en condiciones miserables y sin posibilidades de salir de esa vorágine de pobreza. Con la ley citada se establece la jornada de ocho horas, las condiciones salubres y los salarios mínimos. Una vuelta de 180 grados de la práctica política y de la economía oligarca, que Rabasa y sus cuates del poder no pudieron en 20 años, impulsarlo.
Este principio básico de protección a los más pobres de Chiapas, que debió haber sido signo de Milito Rabasa , prefirió no tocarlo para mantener su hegemonía y obviamente, sus negocios, que en Chiapas y Oaxaca, no eran pocos. Es por ello, que cuando el presidente Madero y José María Pino Suárez, son asesinados por el mayor chacal de la Revolución Mexicana, uno de los primeros que fueron a presentar respetos al nuevo dictador es el muy apreciado chiapaneco Emilio Rabasa.
¿Por qué lo hizo? ¿Estaba de acuerdo con Huerta y celebraba la muerte de su enemigo político?, ¿Ese que logró tirar al gigante oaxaqueño que nos gobernó tres décadas y que era su fiel amigo? La verdad no podemos aventurarlo, por no disponer de mayores datos al respecto, pero podríamos expresar que aún cuando no deseara la muerte de Francisco I. Madero, algo que si deseaba era mantener sus canonjías. Y ello explica en parte, porque cada vez que nos sentimos mal representados por el gobernante en turno, somos capaces de lamerle las suelas, si ello garantiza que alcancemos beneficios.
Nuestra madera no es propiamente derivada del conformismo, sino de lo acomodaticio. Nuestro talante está divorciado con la solidaridad, pues velamos individualmente por nuestros intereses y el sentido colectivo no nos anima, si compartir riqueza o renunciar a ella, resulta ser el paso inmediato. Seguimos con el discurso crítico soterrado y la genuflexión y la reverencia abierta para aquel que nos disgusta, pero tiene poder.
La LXIII legislatura chiapaneca es el mejor ejemplo de esta premisa. Diputados cómplices o sumisos dieron al traste con aquello que en el ámbito nacional hoy es una certeza: el equilibrio de Poderes. Estiraron la mano dipsómanos, viejas seniles cuya fachada remozaron mientras habitaban en la inopia, ignorantes supinos y anodinos insípidos. La representación popular se fue al mismo lugar que las heces de los “periodistas críticos y engolados”, que pretenden sorprender a los incautos. Las plumas menos peores fueron acalladas con harta lana y las lealtades partidistas fueron compradas con la promesa de: presidencia o diputación segura, para darle un barniz democrático al mapa político chiapaneco.
Ahora solo nos queda la plegaria derrotista del filósofo de la cantada, Marco Antonio Solís… ¿A dónde vamos a parar? Cosas veredes Sancho panza. Cosas veredes.