5.9.09

Entre buenos y malos

Para Fausto Zapata, sembrador de árboles
y Sofía Domínguez, sobreviviente de la adversidad


Llevo semanas discutiendo con jóvenes y algunos ya no tanto, egresados en su mayoría de escuela públicas que sostienen un discurso de crítica al gobierno mexicano que bien pudiera exhibir la postura de juventud rebelde y renovadora; que trata de innovar mejores paradigmas o, al menos, de mostrar una postura crítica ante el gobierno. Pero no le conceden nada a éste y claramente expresan que es ladrón, malvado, perverso y que hasta disfruta haciendo daño al pueblo.

En su crítica estimo que no consideran que estudiaron en el mejor de los casos, en escuelas públicas pagadas por el gobierno, con maestros pagados por el gobierno, que transitan en calles pavimentadas e iluminadas por el gobierno y que su familia es acreedora de beneficios como la pensión, como acceso a escuelas públicas para sus hijos, entre otras. Pero lo más paradójico es que ellos mismos cobran en el gobierno y por tanto son gobierno, pero que se despojan en la crítica de su investidura y no asumen la parte de responsabilidad que les corresponde. Esta cualidad doble y antagónica acusa una expresión de sobrado pesimismo y cuando charlo con ellos, siempre me quedo yo con el papel de optimista cándido, e incluso de iluso y pienso qué tienen razón, al menos en lo de optimista.

Como Fernando Savater, no soy amigo de convertir las reflexiones en lamentos. Coincido con él en mi actitud optimista que de paso, ni siquiera es original, si no, recordemos a los estoicos, cuya lucha cotidiana era contraria a la queja. Decían esos santos hombres: “si lo que nos ofende o preocupa es remediable, debemos poner manos a la obra y si no lo es, resulta ocioso deplorarlo. Eso es de necios”. Estimo que debemos abandonar el sentimiento de orfandad e indefensión que acusamos ante el gobierno y considerar que debemos ser responsables de lo que nos sucede, en lugar de culpar a otros de lo malo que nos pasa, alegando una suerte pubertad social.

Tanto en nuestra época como en cualquier otra, sobran argumentos para considerar que estamos lejos del paraíso o del estado ideal. Como lo prefiera. Y también reconozcamos que es intelectualmente prestigioso denunciar –con rigor o sin él- la presencia abrumadora de los males que a este mundo le ha prodigado el gobierno o los ricos. Sin pecar de iluso y concediendo ciertamente maldad en ocasiones por parte de alguno de estos, yo prefiero ver las las oportunidades que tenemos para salir adelante. Veo el esfuerzo que implica mejorar en cualquier tema y trato de apurar mi paso. Es una forma de empezar a merecer y quizás, a conseguir lo que adolecemos.

Convendría revisar de donde nos sale ese resentimiento y no puedo evitar recordar a mi padre: Don Gil, maestro extraordinario, matemático y físico por vocación, exégeta de la biblia y campesino consumado que a los 18, por el asesinato de mi abuelo, salió de la montaña a la ciudad,en donde conoció entre otras cosas, la luz eléctrica, pero especialmente –y lo recordaba con tanto cariño- el alfabeto.

Nunca don Gil abandonó su amor a la agricultura y desde muy pequeños nos enseñó a sembrar, a apreciar las plantas y animales, y nos enseñó también, a leer, a ser formales y pulcros en nuestra vida. Prefirió cuidar a sus hijos con disciplina -que a veces rayaba en el exceso- y con una austeridad propia de los anacoretas, a dejar esa tarea a quienes como profesores atienden a 50 niños simultáneamente.

Siendo él un buen maestro, decía que la educación se daba en casa. Que la escuela, si bien forma, no puede cocer más que chuecos los malos ensayos en barro que enviaban los padres a la escuela. Si por el contrario los moldes con que formaban a los hijos eran buenos, la escuela pulía con brillo excepcional. Mientras la casa prodiga valores, hábitos y actitudes. La escuela brinda conocimientos científicos, artísticos y humanistas. Una y otra son necesarias para el buen ciudadano

En muchas maneras, Don Gil tenía razón y Savater se lo confirma en su libraco, El valor de educar:

Los niños siempre han pasado mucho más tiempo fuera de la escuela que dentro, sobre todo en sus primeros años. Antes de ponerse en contacto con sus maestros ya han experimentado ampliamente la influencia educativa de su entorno familiar y de su medio social, que seguirá siendo determinante —cuando no decisivo— durante la mayor parte del período de la enseñanza primaria. En la familia el niño aprende —o debería aprender— aptitudes tan fundamentales como hablar, asearse, vestirse, obedecer a los mayores, proteger a los más pequeños (es decir, convivir con personas de diferentes edades), compartir alimentos y otros dones con quienes les rodean, participar en juegos colectivos respetando los reglamentos, rezar a los dioses (si la familia es religiosa), distinguir a nivel primario lo que está bien de lo que está mal según las pautas de la comunidad a la que pertenece, etc. Todo ello conforma lo que los estudiosos llaman «socialización primaria» del neófito, por la cual éste se convierte en un miembro más o menos estándar de la sociedad.



Si la socialización primaria se ha realizado de modo satisfactorio, la socialización secundaria será mucho más fructífera, pues tendrá una base sólida sobre la que asentar sus enseñanzas; en caso contrario, los maestros o compañeros deberán perder mucho tiempo puliendo y civilizando a quien debería ya estar listo para menos elementales aprendizajes.

Savater profundiza en el tema y dice:

que hay que nacer para ser humano. Pero sólo llegamos plenamente a serlo cuando los demás nos contagian su humanidad. La condición humana es en parte espontaneidad natural pero también deliberación artificial: llegar a ser humano del todo —sea humano bueno o humano malo— es siempre complejo.


Tal vez, de ahí me viene el optimismo. Mi pasta se formó de algo que entre hermanos hemos denominado: aprender a aprender. A este proceso los antropólogos lo llaman neotenia. Que significa que los humanos nacemos aparentemente demasiado pronto y eso nos condiciona a aprender siempre.

Mientras la mayor parte –si no toda- de los mamíferos es capaz de agarrarse al pelo de la madre o caminar al lado de ella y buscar refugio tan pronto nacen. Nosotros sin nuestra madre estamos fritos. Nuestro lentísimo proceso de aprendizaje en los primeros meses nos coloca casi en la nulidad y la discapacidad.

En descargo de nosotros, los homo sapiens, aprendemos lento al principio y dependiendo el molde de nuestra casa aprendemos toda la vida. Nuestra especie permanece hasta el final inmadura y abierta a nuevos saberes. Neotenia significa pues «plasticidad o disponibilidad juvenil» (los pedagogos hablan de educabilidad) que implica una trama de relaciones necesarias con otros seres humanos.

Prosigo con Savater:

El niño pasa por dos gestaciones: la primera en el útero materno según determinismos biológicos y la segunda en la matriz social en que se cría, sometido a variadísimas determinaciones simbólicas —el lenguaje la primera de todas— y a usos rituales y técnicos propios de su cultura. La posibilidad de ser humano sólo se realiza efectivamente por medio de los demás, de los semejantes, es decir de aquellos a los que el niño hará enseguida todo lo posible por parecerse. Esta disposición mimética, la voluntad de imitar a los congéneres, también existe en los antropoides pero está multiplicada enormemente en el mono humano: somos ante todo monos de imitación y es por medio de la imitación por lo que llegamos a ser algo más que monos. Lo específico de la sociedad humana es que sus miembros no se convierten en modelos para los más jóvenes de modo accidental, inadvertidamente, sino de forma intencional y conspicua.


En alguna parte dijo el escritor y guionista inglés Graham Greene, cuya obra explora la confusión del hombre moderno y analiza asuntos de política, moralmente ambiguos, que, ser humano es también un deber, y seguramente se refería a lo que nuestro artículo tercero de la constitución de México consigna: La educación debe desarrollar las mejores cualidades del individuo. Es decir, el individuo debe tener compasión por el prójimo, debe ser solidario, tolerante y expresar benevolencia hacia los demás, etc. Reitero, nacemos humanos pero eso no basta: tenemos también que llegar a serlo.

Otra más. En su artículo The Superorganic aparecido en la revista American Anthropologist, hace casi 100 años Alfred L. Kroeber dijo:
La distinción que cuenta entre el animal y el hombre no es la que se da entre lo físico y lo mental, que no es más que de grado relativo, sino la que hay entre lo orgánico y lo social... Bach (considerado por muchos como el padre de la música), nacido en el Congo en lugar de en Sajonia, no habría producido ni el menor fragmento de una coral o una sonata, aunque podemos confiar en que hubiera superado a sus compatriotas en alguna otra forma de música.


Y una última. El periodista Carlo Loret de Mola puso en su blog el 3 de septiembre de 2009:
Tecleo recién desempacado de una de las mejores experiencias que jamás haya tenido como reportero: entrevistar a un hombre hasta el espacio. A las 5:36 de la tarde de ayer, el astronauta de origen mexicano José Hernández nos concedió seis minutos y medio desde la Estación Espacial Internacional. Es un hijo de campesinos michoacanos que se abrió paso ante la adversidad y que hoy contribuye a romper las fronteras naturales que le fueron impuestas al ser humano. Si se asoma por un lado ve la Tierra y pensará que el hombre es muy grande, que ya rebasó a su propio planeta. Si se asoma por el otro y observa el resto del universo, descubrirá que no somos nada: “polvo de estrellas”, que diría Carl Sagan.


Luego entonces. Todos somos imagen y forma de dónde venimos. Nuestra capacidad creadora emana de un yacimiento más viejo que nuestras vidas y de paso más incompleto: nuestros padres. Y digo incompleto, porque los hijos debemos superar a nuestros padres, por tanto estos no tienen, por sentido lógico, más de lo que nosotros debemos de tener y sin embargo, nos forman con algo que siempre tendrán más que los hijos: experiencia de ser humanos. Considero pues, que siempre debemos de estar en proceso de crecimiento. Que debemos evaluar con rigor lo bueno y malo de nuestras historias personales y sacar provecho de ella.

Cuando mi madre consideró que no iba a ser capaz de educarnos a mis dos hermanos y a mí, nos llevó con mi padre y ahí, comenzó una retahila de críticas hacia ella, por “abandonarnos”. No faltó que hasta uno de sus hijos (yo) se rasgara las vestiduras y mirara en lontananza entre lágrimas, pensando en que era mala. Ese acto de mi madre fue el mas grande regalo que algún dia me pudo dar. Con ese regalo dejé la selva y el agua de Tapachula y fui llevado al desierto oaxaqueño a criarme con un hombre seco, al que no conocía. Mi padre.

Sin pretenderlo -o quien sabe- mi madre me llevó a una cepa de conocimiento y de luz, de ejemplo y de dignidad, con los que he tratado de vivir siempre. ¿Fue doloroso? Lo fue, pero valió la pena. Fue el mayor salto experimentado en mi vida.
Con ello quiero expresar que tenemos más de lo que nos hace falta, si no nos cobijamos en el resentimiento y la crítica sistemática, hacia lo que no nos gusta. Y debemos al menos ser justos al asumir lo que tenemos. El ánimo que guíe nuestro destino debe ser el de mejorar el entorno que dejaremos a los que vienen después de nosotros.

El sentir que nosotros, que hacemos a la sociedad, no podemos cambiar o transformar a ésta para encaminarnos al progreso, así ya no lo veamos, y optemos por culpar al de enfrente por todo lo malo que nos sucede, supone una incapacidad de transformación y cambio que contradice el sentido humano más estricto.

Tampoco voto porque nos despojemos de actitud crítica, ni pretendo hacer un manual de moral a modo, pero estimo que debemos evaluar nuestro pasado con ecuanimidad y conceder la razón a quien la tenga, con sus matices y sus complejidades, y sobretodo, debemos transitar el camino que tenemos enfrente, en lugar de aferrarnos a la indefensión y justificar que ese camino, es simplemente intransitable. Decía Friedrich Nietzsche:
Si no tuviste un buen padre, invéntate uno.

No debemos darnos el lujo de hincarnos ante la adversidad y dejar que la vida nos atropelle, para luego culpar a cualquiera de lo malo que nos sucede.