26.5.09

Trozos

(cuento en creación con segmentos sueltos)


Buscaba en cada pueblo, en cada caserío, en cada choza, un lugar donde la confianza le permitiera bajar del caballo. Tenía 3 días sin dormir y casi 28 horas bajo una fina llovizna pertinaz. El caballo renqueaba y cada vez era más desobediente. Sus patas delanteras traían una calambrera que ofendía las nalgas adormecidas de Carlos Román, quien a todas luces se notaba que el montar caballo no le era familiar y la curvatura de la espalda acusaba un cansancio añejo, que viciaba su mal montar.

Mucha gente salía a observarlo.
– está bolo…expresaban con desprecio algunos.

Varones intentaron ayudar, pero el apretón temeroso en el brazo que las mujeres escépticas prodigaban a sus hombres, frustraba cualquier intento de socorro. Así, Carlos transitó desde el medio día anterior hasta esa tarde, en que no sabía si detenerse o seguir.

Una casa con una humilde humareda, le resultó confiable y sin más decidió detenerse. Bajó del caballo con dificultad, las piernas no respondieron bien, pero un escozor grato le inundó la entrepierna y realmente se alegró de estar nuevamente de pie. Sentir el sabroso sopor de la gravedad y apoyarse en el suelo era realmente grato.

Con voz seca llamó a la puerta:
-buenas…
Del interior provenía un olor a leña en fogón, a grasa quemándose, mezclándose con un aire tibio y un olor de casa vieja. De ocote y sabino.
-buenas…volvió a repetir, abrigando una angustia de que fuera rechazado en esa casa que acaba de conocer y ya le era familiar.

-buenas… repetió casi con angustia. Y escudriñó en el interior oscuro para ver si alguíen acudía. No tardó en aparecer una mulata de gran altura, pelo ensortijado limpio pero descuidado, unos dientes blancos, unos ojos tristes y uno trancos fuertes.

Con una sonrisa limpia espetó- ¿ Si ?..
Carlos explicó con lujo de detalles y escasa coherencia que estaba cansado y quería un espacio para dormir y algo de alimento. Luego él se calló y miró hacia el suelo en señal de abatimiento. Sopló entre los labios apretado y esperó sin levantar la vista.

Ella lo observó. Meditó un momento y abrió la reja de su casa a ese hombre viejo, empapado hasta el calzado y cuya curvatura de la espalda, no reflejaba fuerza física y peligro alguno para una moza de su complexión, grande, y de paso, hecha desde niña en el campo.

Lo condujo a la cocina, apartada del cuarto de entrada y casi de la mano lo sentó en una silla de madera, pulida por su uso añejo. Atizó el fuego y depositó 4 tortillas hechas a mano en el comal. Con un plato viejo de peltre y una cuchara igual de vieja le sirvió frijoles negros y arroz hervido. Lo dejó a solas para que comiera, buscó colchas limpias y las llevó a la troje.

Carlos no terminaba de adivinar el costo de sus alimentos y del calor de la leña, pero estaba conforme. Cualquier cosa era mejor que seguir bajo el agua. Mientras comía oyó el paso arencado de su caballo, que seguramente era llevado a un establo. Ya no le importó el destino del animal. Solo quería disfrutar su comida, el olor de la cocina y el no tener la persistente lluvia en sus hombros.

Regresa la mujer y lo lleva a la troje, le dice que ahí puede descansar y deposita en sus manos una camisa de manta seca y un pantalón de mezclilla que con solo verlos, supo que eran demasiado grandes para él. Los aceptó y cuando ella se retiró se quitó trabajosamente la ropa humeda; se colocó la ropa prestada y sin mas fuerza se dejó caer en el camastro y durmió. Eran las 5 y media de la tarde.

II

Antes que amaneciera lo despertó el frío. Buscó las colchas prestadas y se tapó. No tenían realmente intensión de pararse. Observó el azul que se colaba en rendijas. Ese azul intenso previo al amanecer. Recordó a la mulata que le abrió la puerta, sonrió y se volvió a dormir. En el entresueño volvió a ver a la mulata y la suave luz matutina de las 6 de la mañana.